16 diciembre 2004

¿Perdemos el Hubble?

El 25 de abril de 1990 se abría una nueva ventana hacia el Universo. Ese día iba a cumplirse por fin uno de los sueños de todo astrónomo: poder mirar el cosmos sin que ni una sola partícula de polvo se interpusiera en su visión. Tras décadas de subir a las más altas montañas para situar allí sus telescopios, donde el aire era más claro y la atmósfera más fina, ahora por fin iban a poder contemplar nuestro Universo libres del impedimento de la atmósfera terrestre. Ni siquiera el transparente aire que respiramos se interpondría ya en sus contemplaciones del infinito. El 25 de abril de 1990, el transbordador espacial norteamericano Discovery ponía en órbita el telescopio espacial Hubble.

No era éste, pese a todo, el primer telescopio en ser enviado a la órbita terrestre. Ya por entonces existían telescopios espaciales del ultravioleta, infrarrojo o rayos X, bandas de dificultosa o imposible recepción desde la superficie terrestre. Con ellos había podido detectarse en 1971, por ejemplo, el primer agujero negro: Cygnus X-1 había sido descubierto por un satélite de nacionalidad italo-norteamericana lanzado en 1970, primer observatorio de rayos X enviado a la órbita terrestre.

Pero el Hubble era el primer telescopio óptico enviado al espacio. Hasta ahora, las imágenes enviadas por los otros telescopios espaciales habían proporcionado una valiosa información, pero faltaba contemplar con la claridad que permitía la ausencia de atmósfera una imagen del cosmos como la vería el ojo humano. Esas imágenes del Universo “real”, del que podríamos ver a simple vista, pero con una nitidez y resolución sin parangón hasta entonces, eran las que debía proporcionar el Hubble.

Tras el necesario periodo de comprobación y puesta a punto, el día 20 de mayo de 1990 los astrónomos esperaban con impaciencia la llegada de la primera imagen tomada por este revolucionario telescopio espacial. Pero cuando llegó el momento, su decepción no pudo ser mayor: la imagen recibida estaba borrosa, desenfocada. Por más que los técnicos trabajaron intentando corregir el enfoque del telescopio, el resultado no mejoró. Pronto se tuvo que admitir la realidad: el espejo principal del telescopio, de 2,4 metros de diámetro, tenía un defecto de fabricación. Su superficie no era todo lo perfecta que
debería ser para un instrumento de estas características, y la calidad de las imágenes se resentía por ello. Aunque en los meses siguientes se trabajó para mejorar mediante ordenador la calidad de las imágenes recibidas, el resultado fue que no superaban a las tomadas desde telescopios terrestres.

La sombra del más tremendo y costoso fracaso se cernía sobre la NASA. Se habían invertido 1500 millones de dólares de entonces en el proyecto, y los sueños y esperanzas de miles de astrónomos de todo el mundo. Y todo para recibir fotografías borrosas.

Desde luego, era importante descubrir cuál había sido el error que había permitido enviar al espacio un telescopio con un espejo principal defectuoso; pero tanto o más importante era buscar una manera de repararlo, si es que la había. Afortunadamente, el Hubble se había diseñado con la capacidad de poder ser mantenido a través de misiones del transbordador espacial; dichas misiones de mantenimiento tenían como objetivo inicial la recarga de sus depósitos de combustible y la sustitución de posibles equipos averiados, pero ahora esa capacidad abría la puerta a un nuevo campo de acción: la instalación de un dispositivo corrector de la aberración esférica del espejo.

Así, tras el tremendo fracaso inicial, en diciembre de 1993 la tripulación del transbordador Endeavour llevó a cabo una de las misiones espaciales de mayor éxito de la Historia. Trabajando a lo largo de toda una semana, los astronautas del Endeavour consiguieron instalar una serie de dispositivos que solucionaban por fin el problema de visión del telescopio espacial. El éxito de la misión sobrepasó todas las expectativas: el 1 de enero de 1994, el Hubble transmitía a la Tierra su primera fotografía del espacio tras la reparación, con una calidad que dejó boquiabiertos a los científicos. Por fin, casi cuatro años después de su puesta en órbita, el Hubble se convertía en lo que se había esperado de él: un ojo abierto hacia el Universo.

Desde entonces, las imágenes enviadas por este telescopio espacial nos han mostrado un cosmos de una belleza escalofriante. Si para los científicos sus imágenes han sido revolucionarias, al mostrarnos el nacimiento y muerte de estrellas, o la formación de los planetas, por poner sólo unos ejemplos, para el simple ciudadano de a pie nos ha proporcionado la posibilidad de disfrutar de la belleza de la naturaleza como ni siquiera habíamos llegado a imaginar que podía existir. Una belleza a veces casi sobrenatural, pero que forma parte de ese mismo Universo al que pertenecemos.

Recientemente, el Hubble envió una de sus imágenes más extrañas y espectaculares: la escalera hacia el cielo. Lamentablemente, esta nueva imagen, que incluso llegó a saltar a la prensa por la asombrosa geometría que mostraba, puede ser el canto del cisne de este gran telescopio espacial. El 16 de enero de 2004, el Administrador de la NASA, Sean O’Keefe, informaba a los medios que la agencia espacial iba a suspender las misiones de mantenimiento de este telescopio, la próxima de las cuales debía realizarse poco después de la reanudación de las misiones del transbordador espacial. Sin el mantenimiento adecuado y sin los impulsos necesarios para mantener su órbita (que decae lentamente por el rozamiento con las capas altas de la atmósfera), el Hubble estaba condenado a morir en un plazo aproximado de un par de años. Hoy, nueve meses después, ya algunos de los equipos del telescopio espacial han dejado de funcionar, y sus prestaciones se deterioran día a día.

La razón para esta decisión, que impactó tremendamente en la comunidad astronómica internacional, era el reciente accidente del Columbia. Se argumentaba que, por motivos de seguridad, se cancelarían en lo sucesivo todas las misiones del transbordador en el curso de las cuales no fuera posible acoplarse a la Estación Espacial Internacional en caso de emergencia. Se pretendía así que, en caso de repetirse una situación como la vivida durante el despegue el Columbia en enero de 2003, la tripulación tuviera la oportunidad de esperar una misión de rescate en el “refugio” que constituía dicha estación espacial. Recordemos que durante el lanzamiento de aquella misión del Columbia, un trozo de espuma del recubrimiento del depósito central se desprendió impactando contra el ala izquierda del transbordador y rompiendo su escudo térmico, lo que causó la desintegración del vehículo durante la reentrada en la atmósfera, con la muerte de sus siete ocupantes.

Las misiones de mantenimiento del Hubble son incompatibles con un acoplamiento de emergencia a la Estación Espacial Internacional, dada la diferencia de órbitas entre ambos y la capacidad del transbordador norteamericano. Esto hacía que la aplicación de la decisión anterior impidiese continuar manteniendo en servicio al telescopio espacial.

Evidentemente, las vidas humanas valen mucho más que un instrumento científico, por valioso que éste sea, pero el argumento en este caso parece carecer de una base sólida. La decisión de limitar las misiones del transbordador en la forma descrita, sólo protegería a la tripulación en caso de repetirse un accidente como el del Columbia (daño durante el ascenso, detectado y susceptible de causar la pérdida del vehículo durante la reentrada). Sólo ha ocurrido un accidente así en 113 misiones, y las acciones correctoras puestas en marcha tras la investigación deberían evitar que se reprodujera en el futuro, o al menos reducir considerablemente su probabilidad. Dado que es evidente que toda misión espacial conlleva un riesgo, ¿justifica este pequeñísimo riesgo adicional la pérdida de un instrumento como el Hubble? Muchos pensamos que no, y que de hecho, la razón tras la decisión de la NASA es otra.

Es significativo que el anuncio de la cancelación de las misiones de mantenimiento del Hubble se hiciera tan sólo dos días después del anuncio de la nueva política espacial del presidente Bush. En ella se apostaba por un relanzamiento de las misiones espaciales tripuladas, con un retorno a la Luna en el plazo de un par de décadas, y con el objetivo puesto en el envío de un hombre a Marte. Un ambicioso objetivo para el que apenas se preveían aumentos en los presupuestos de la agencia espacial para los próximos ejercicios: se pedía explícitamente que las inversiones necesarias deberían salir de una reestructuración de los programas de la agencia. Es decir, era necesario recortar los gastos en todas las demás actividades para potenciar las relacionadas con la exploración tripulada del espacio. Se pedía reducir la ciencia para aumentar la espectacularidad.

El Hubble puede haber sido la víctima más visible de esta nueva política espacial. El instrumento que nos mostró la belleza del Universo en su mayor esplendor, el que nos mostró cómo nacen las estrellas y los planetas, aquél que nos ha permitido disfrutar de auténticas obras de arte realizadas por la Naturaleza, está condenado a morir en un plazo breve. Esperemos que pronto tenga un sucesor, por el bien de la ciencia.