Acaba de finalizar la Misión Centenario a la Estación Espacial Internacional, en la que ha debutado el primer astronauta brasileño, Marcos Pontes. Y lo leído sobre esta misión (opiniones de dentro y fuera de Brasil, y de dentro y fuera de la "comunidad espacial") me recuerda enormemente a lo vivido durante la Misión Cervantes en 2003, cuando el español Pedro Duque realizó una similar visita de corta duración a esta misma estación espacial.
En ambos casos, los respectivos gobiernos han pagado a la agencia espacial rusa (Roskosmos) por un asiento a bordo de sus naves Soyuz para enviar al espacio a sus astronautas. Y en ambos casos han surgido voces que han comparado este hecho con el turismo espacial, en el que potentados privados ofrecen cifras similares a Roskosmos para disfrutar de las vistas desde el complejo orbital, en misiones de idéntico perfil y duración.
Lo cierto es que para Roskosmos no hay grandes diferencias entre llevar un pasajero u otro: ellos ofrecen el servicio a quien quiera pagarlo, sean particulares o naciones, siempre y cuando, naturalmente, se cumplan los requisitos médicos y de entrenamiento requeridos. Que el viajero dedique su tiempo a hacer experimentos o fotos, dependerá ya de en qué quiera emplear cada uno su tiempo y su dinero.
Pero es evidente que hay diferencias. Tanto Marcos Pontes como Pedro Duque u otros casos similares, son astronautas profesionales, que suben al espacio con una misión para desarrollar. Puede discutirse si dicha misión merece o no lo que se paga por ella, o si su misión real es científica o simplemente política y propagandística, pero lo cierto es que no suben para disfrutar de las vistas y de la sensación de ingravidez (aunque, evidentemente, es innegable que disfrutarán de ambas, y que muchos les envidiamos por ello, aunque sepamos que están realizando un trabajo). Ponerles al mismo nivel que un turista espacial es claramente erróneo e injusto.
Las visitas como las de Pontes o Duque, al igual que las de los turistas espaciales, son visitas de corta duración a la Estación Espacial Internacional que aprovechan el intercambio de tripulaciones para llevar a cabo su misión. Estos astronautas suben con la nueva tripulación y descienden a la Tierra con la anterior, tras un periodo de solape de aproximadamente una semana. No son, por tanto, miembros de ninguna tripulación a bordo de la estación, ni tampoco son miembros de las tripulaciones de las naves Soyuz de ascenso o descenso en sentido estricto, actuando más bien como simples pasajeros a bordo. Son, como decimos, pasajeros en las Soyuz, que suben a la órbita terrestre para realizar una determinada actividad en microgravedad durante el tiempo que dure su breve permanencia en órbita. La rentabilidad de su viaje dependerá de en qué se emplee ese tiempo.
Pero hay muchas formas de medir esa rentabilidad. Porque hay una rentabilidad científica a través de los experimentos llevados a cabo durante la misión, pero es muy posible que sea mayor la rentabilidad política, publicitaria y de promoción de la ciencia que tienen estas misiones.
Si nos restringimos al lado científico, la rentabilidad de la misión dependerá del diseño de los experimentos a desarrollar en el espacio. Esto no depende del astronauta, que se limitará a ejecutar las instrucciones que se le hayan dado, sino de la institución científica que los ha diseñado. A menudo, ante una misión así, se realiza un concurso de ideas al que diferentes instituciones presentan propuestas de experimentos a desarrollar, de los cuales una comisión seleccionará los elegidos para subir al espacio. La importancia de estos experimentos dependerá en el fondo del nivel científico de los equipos de tierra que los han preparado.
Evidentemente, todo experimento es útil, y todos ellos representan pequeños pasos en el avance de la ciencia. Ahora bien, ¿representa un experimento aislado llevado a cabo en una misión orbital un avance significativo? Generalmente no. Lo más habitual es que los primeros experimentos generen aún más preguntas de las que había en un principio, y aunque sin duda esto es ya un gran avance, si no hay continuidad será un avance lógicamente limitado. Y esto a veces genera críticas incluso de los propios científicos, que alegan que por el coste de esos siete días en el espacio se podrían pagar años de investigación en la Tierra. Algo especialmente importante en países con presupuestos de I+D limitados.
Por otra parte, la realización de estos experimentos aislados habitualmente no justifica realmente la misión. Algunos de esos experimentos pueden llevarse a cabo de forma totalmente automática a bordo de satélites científicos rusos tipo Foton que devuelven a la Tierra cápsulas de retorno con los resultados de los experimentos tras un determinado tiempo de permanencia en órbita; y esto por una pequeña fracción del precio de una misión tripulada. Otros experimentos que requieran necesariamente de la intervención humana (habitualmente pocos, en este tipo de misiones de corta duración) podrían subcontratarse a tripulaciones permanentes de la estación, pagando únicamente por el tiempo de realización del experimento, y ahorrándose el "billete" del astronauta patrio (en realidad no es tan sencillo como una pura subcontratación, pero es algo que puede hacerse vía acuerdos de colaboración). Pero es que la realización de los experimentos no suele ser el principal objetivo de estas misiones.
Efectivamente, el principal motivo es otro, quizás de utilidad no tan clara, pero probablemente no menos importante. El principal motivo suele ser propagandístico. Y esa propaganda se utiliza en varios frentes.
El primero y más claro es el frente político. La actividad espacial, y en especial la tripulada, es siempre utilizada políticamente por todos los gobiernos, pero quizás tiene incluso mayor impacto cuando se trata de países que inician sus actividades en ese área. Las conversaciones televisadas con los presidentes (Aznar en el caso de Duque, Lula da Silva en el de Pontes) son siempre inevitables en este tipo de misiones, en lo que, disfrazado de reconocimiento nacional a través de su máximo representante, es más bien la presentación ante la opinión pública del "espónsor" de la misión.
Pero aparte del rédito político, lo cierto es que misiones como éstas pueden tener dividendos más importantes. En ambos casos, el de Duque y el de Pontes, un país entero ha seguido con interés las evoluciones de su astronauta, interesándose por un aspecto, el del vuelo espacial, a menudo olvidado en ambos países. En ambos casos, se ha vivido un repentino interés por la actividad espacial, que indirectamente se ve reflejado en un mayor interés por la ciencia y la tecnología. Los niños de Brasil y de España tienen ahora un nuevo ídolo en el que fijarse, aparte de Ronaldinho y Fernando Alonso, uno que puede hacerles interesarse por la ciencia y la ingeniería, además de por el fútbol y las carreras. Y puede que, a la larga, esto tenga unos efectos sobre el futuro del país que bien merezcan haber invertido el dinero que ha costado pagar ese billete espacial.
Esto es, sin duda, difícil de medir. Y el posible beneficio, además, se verá a largo plazo. Pero 10 ó 20 millones de euros son en el fondo una gota de agua en el mar del presupuesto de un estado. Creo que bien merece la pena hacer esta apuesta de futuro.
En ambos casos, los respectivos gobiernos han pagado a la agencia espacial rusa (Roskosmos) por un asiento a bordo de sus naves Soyuz para enviar al espacio a sus astronautas. Y en ambos casos han surgido voces que han comparado este hecho con el turismo espacial, en el que potentados privados ofrecen cifras similares a Roskosmos para disfrutar de las vistas desde el complejo orbital, en misiones de idéntico perfil y duración.
Lo cierto es que para Roskosmos no hay grandes diferencias entre llevar un pasajero u otro: ellos ofrecen el servicio a quien quiera pagarlo, sean particulares o naciones, siempre y cuando, naturalmente, se cumplan los requisitos médicos y de entrenamiento requeridos. Que el viajero dedique su tiempo a hacer experimentos o fotos, dependerá ya de en qué quiera emplear cada uno su tiempo y su dinero.
Pero es evidente que hay diferencias. Tanto Marcos Pontes como Pedro Duque u otros casos similares, son astronautas profesionales, que suben al espacio con una misión para desarrollar. Puede discutirse si dicha misión merece o no lo que se paga por ella, o si su misión real es científica o simplemente política y propagandística, pero lo cierto es que no suben para disfrutar de las vistas y de la sensación de ingravidez (aunque, evidentemente, es innegable que disfrutarán de ambas, y que muchos les envidiamos por ello, aunque sepamos que están realizando un trabajo). Ponerles al mismo nivel que un turista espacial es claramente erróneo e injusto.
Las visitas como las de Pontes o Duque, al igual que las de los turistas espaciales, son visitas de corta duración a la Estación Espacial Internacional que aprovechan el intercambio de tripulaciones para llevar a cabo su misión. Estos astronautas suben con la nueva tripulación y descienden a la Tierra con la anterior, tras un periodo de solape de aproximadamente una semana. No son, por tanto, miembros de ninguna tripulación a bordo de la estación, ni tampoco son miembros de las tripulaciones de las naves Soyuz de ascenso o descenso en sentido estricto, actuando más bien como simples pasajeros a bordo. Son, como decimos, pasajeros en las Soyuz, que suben a la órbita terrestre para realizar una determinada actividad en microgravedad durante el tiempo que dure su breve permanencia en órbita. La rentabilidad de su viaje dependerá de en qué se emplee ese tiempo.
Pero hay muchas formas de medir esa rentabilidad. Porque hay una rentabilidad científica a través de los experimentos llevados a cabo durante la misión, pero es muy posible que sea mayor la rentabilidad política, publicitaria y de promoción de la ciencia que tienen estas misiones.
Si nos restringimos al lado científico, la rentabilidad de la misión dependerá del diseño de los experimentos a desarrollar en el espacio. Esto no depende del astronauta, que se limitará a ejecutar las instrucciones que se le hayan dado, sino de la institución científica que los ha diseñado. A menudo, ante una misión así, se realiza un concurso de ideas al que diferentes instituciones presentan propuestas de experimentos a desarrollar, de los cuales una comisión seleccionará los elegidos para subir al espacio. La importancia de estos experimentos dependerá en el fondo del nivel científico de los equipos de tierra que los han preparado.
Evidentemente, todo experimento es útil, y todos ellos representan pequeños pasos en el avance de la ciencia. Ahora bien, ¿representa un experimento aislado llevado a cabo en una misión orbital un avance significativo? Generalmente no. Lo más habitual es que los primeros experimentos generen aún más preguntas de las que había en un principio, y aunque sin duda esto es ya un gran avance, si no hay continuidad será un avance lógicamente limitado. Y esto a veces genera críticas incluso de los propios científicos, que alegan que por el coste de esos siete días en el espacio se podrían pagar años de investigación en la Tierra. Algo especialmente importante en países con presupuestos de I+D limitados.
Por otra parte, la realización de estos experimentos aislados habitualmente no justifica realmente la misión. Algunos de esos experimentos pueden llevarse a cabo de forma totalmente automática a bordo de satélites científicos rusos tipo Foton que devuelven a la Tierra cápsulas de retorno con los resultados de los experimentos tras un determinado tiempo de permanencia en órbita; y esto por una pequeña fracción del precio de una misión tripulada. Otros experimentos que requieran necesariamente de la intervención humana (habitualmente pocos, en este tipo de misiones de corta duración) podrían subcontratarse a tripulaciones permanentes de la estación, pagando únicamente por el tiempo de realización del experimento, y ahorrándose el "billete" del astronauta patrio (en realidad no es tan sencillo como una pura subcontratación, pero es algo que puede hacerse vía acuerdos de colaboración). Pero es que la realización de los experimentos no suele ser el principal objetivo de estas misiones.
Efectivamente, el principal motivo es otro, quizás de utilidad no tan clara, pero probablemente no menos importante. El principal motivo suele ser propagandístico. Y esa propaganda se utiliza en varios frentes.
El primero y más claro es el frente político. La actividad espacial, y en especial la tripulada, es siempre utilizada políticamente por todos los gobiernos, pero quizás tiene incluso mayor impacto cuando se trata de países que inician sus actividades en ese área. Las conversaciones televisadas con los presidentes (Aznar en el caso de Duque, Lula da Silva en el de Pontes) son siempre inevitables en este tipo de misiones, en lo que, disfrazado de reconocimiento nacional a través de su máximo representante, es más bien la presentación ante la opinión pública del "espónsor" de la misión.
Pero aparte del rédito político, lo cierto es que misiones como éstas pueden tener dividendos más importantes. En ambos casos, el de Duque y el de Pontes, un país entero ha seguido con interés las evoluciones de su astronauta, interesándose por un aspecto, el del vuelo espacial, a menudo olvidado en ambos países. En ambos casos, se ha vivido un repentino interés por la actividad espacial, que indirectamente se ve reflejado en un mayor interés por la ciencia y la tecnología. Los niños de Brasil y de España tienen ahora un nuevo ídolo en el que fijarse, aparte de Ronaldinho y Fernando Alonso, uno que puede hacerles interesarse por la ciencia y la ingeniería, además de por el fútbol y las carreras. Y puede que, a la larga, esto tenga unos efectos sobre el futuro del país que bien merezcan haber invertido el dinero que ha costado pagar ese billete espacial.
Esto es, sin duda, difícil de medir. Y el posible beneficio, además, se verá a largo plazo. Pero 10 ó 20 millones de euros son en el fondo una gota de agua en el mar del presupuesto de un estado. Creo que bien merece la pena hacer esta apuesta de futuro.