Esta es una historia triste: la de Sergei Korolev y sus familiares más íntimos. La de un hombre que lo dio todo por llevar a su país a lo más alto, sin recibir nunca el reconocimiento público por ello. Algo que, probablemente, quien más lo sufrió fue su familia.
Su hija, Natalia Koroleva, está hoy en Huntsville, Alabama, sede del Centro Marshall de la NASA en el que trabajó durante años Wernher von Braun, para conmemorar el 50º aniversario del lanzamiento del primer satélite norteamericano, el Explorer, el 31 de enero de 1958. Y allí ha hecho unas declaraciones que realmente te llegan a lo más hondo:
“He venido para que conozcáis su nombre”, ha dicho a la prensa, refiriéndose a su padre. Y es que, aunque famoso para los aficionados a la astronáutica, el nombre de Sergei Korolev es un perfecto desconocido para la inmensa mayoría de la población mundial. Una situación que presenta un tremendo contraste con el caso de Wernher von Braun, uno de los personajes más famosos del siglo XX, y consecuencia del opresivo régimen político existente en la URSS durante aquella época.
Cuando el 4 de octubre de 1957 se lanzó el Sputnik, fruto del genio y el empeño de Korolev, su hija Natalia tenía 22 años. El acontecimiento tuvo un impacto indescriptible a nivel mundial, pero la persona que lo había llevado a cabo, y que llevaría sobre sus hombros todo el peso del programa espacial soviético en los años venideros, se mantenía en secreto. El gobierno ruso tenía la paranoia de que si lo hacían público, podría ser secuestrado por agentes extranjeros. Por otra parte, el régimen comunista despreciaba al individuo: los éxitos eran un logro común del gobierno y del país, las personas que estaban detrás de ellos no importaban nada.
“Sólo mi madre, mi abuela y yo sabíamos que mi padre era el Diseñador Jefe [como se le nombraba públicamente, sin nunca revelar su nombre o su foto]. Recuerdo cómo algunos de mis amigos se preguntaban quién habría sido la persona que había conseguido este importante logro. Y yo tenía que permanecer en silencio. No podía decirles que era mi padre”.
Como decía al comienzo, quizás lo más duro lo sufrió su familia. Al fin y al cabo, Korolev perseguía su sueño, trabajaba haciendo realidad la pasión de su vida, y aunque no se le pagase con el reconocimiento público, esto era probablemente suficiente para él. Pero su familia tenía que sufrir su ausencia durante las largas jornadas de trabajo y durante las largas temporadas que pasaba lejos de su casa, fuera en Baikonur, en Kapustin Yar, o en cualquier otro lugar de la geografía rusa, para llevar adelante su trabajo. Para su familia, el único consuelo podría haber sido el orgullo público de tener entre ellos al gran diseñador jefe. Pero hasta eso se les negó. Tenían que soportar todos los aspectos negativos del trabajo de su padre y marido mientras se mordían la lengua al cruzarse con sus vecinos.
El nombre y la fotografía de Korolev serían finalmente hechos públicos por el gobierno tras su muerte en 1966. Pero ya era demasiado tarde para que se hiciera famoso. “Los escolares rusos conocen el nombre de Gagarin –cuenta Natalia Koroleva-. Pero no siempre el de mi padre”.
Su hija, Natalia Koroleva, está hoy en Huntsville, Alabama, sede del Centro Marshall de la NASA en el que trabajó durante años Wernher von Braun, para conmemorar el 50º aniversario del lanzamiento del primer satélite norteamericano, el Explorer, el 31 de enero de 1958. Y allí ha hecho unas declaraciones que realmente te llegan a lo más hondo:
“He venido para que conozcáis su nombre”, ha dicho a la prensa, refiriéndose a su padre. Y es que, aunque famoso para los aficionados a la astronáutica, el nombre de Sergei Korolev es un perfecto desconocido para la inmensa mayoría de la población mundial. Una situación que presenta un tremendo contraste con el caso de Wernher von Braun, uno de los personajes más famosos del siglo XX, y consecuencia del opresivo régimen político existente en la URSS durante aquella época.
Cuando el 4 de octubre de 1957 se lanzó el Sputnik, fruto del genio y el empeño de Korolev, su hija Natalia tenía 22 años. El acontecimiento tuvo un impacto indescriptible a nivel mundial, pero la persona que lo había llevado a cabo, y que llevaría sobre sus hombros todo el peso del programa espacial soviético en los años venideros, se mantenía en secreto. El gobierno ruso tenía la paranoia de que si lo hacían público, podría ser secuestrado por agentes extranjeros. Por otra parte, el régimen comunista despreciaba al individuo: los éxitos eran un logro común del gobierno y del país, las personas que estaban detrás de ellos no importaban nada.
“Sólo mi madre, mi abuela y yo sabíamos que mi padre era el Diseñador Jefe [como se le nombraba públicamente, sin nunca revelar su nombre o su foto]. Recuerdo cómo algunos de mis amigos se preguntaban quién habría sido la persona que había conseguido este importante logro. Y yo tenía que permanecer en silencio. No podía decirles que era mi padre”.
Como decía al comienzo, quizás lo más duro lo sufrió su familia. Al fin y al cabo, Korolev perseguía su sueño, trabajaba haciendo realidad la pasión de su vida, y aunque no se le pagase con el reconocimiento público, esto era probablemente suficiente para él. Pero su familia tenía que sufrir su ausencia durante las largas jornadas de trabajo y durante las largas temporadas que pasaba lejos de su casa, fuera en Baikonur, en Kapustin Yar, o en cualquier otro lugar de la geografía rusa, para llevar adelante su trabajo. Para su familia, el único consuelo podría haber sido el orgullo público de tener entre ellos al gran diseñador jefe. Pero hasta eso se les negó. Tenían que soportar todos los aspectos negativos del trabajo de su padre y marido mientras se mordían la lengua al cruzarse con sus vecinos.
El nombre y la fotografía de Korolev serían finalmente hechos públicos por el gobierno tras su muerte en 1966. Pero ya era demasiado tarde para que se hiciera famoso. “Los escolares rusos conocen el nombre de Gagarin –cuenta Natalia Koroleva-. Pero no siempre el de mi padre”.