Confirmado: la decisión de lanzar el primer satélite artificial norteamericano (que se esperaba sería el primer satélite artificial de la Historia) surgió como consecuencia de recomendaciones de la CIA.
Lo revela el historiador espacial norteamericano Dwayne Day, tras la desclasificación de una serie de documentos de los años 50 a petición suya, en base al Acta de Libertad de Información (FOIA). Las nuevas informaciones que han salido a la luz vienen a confirmar que fue la CIA la primera en recomendar la puesta en marcha de un programa de satélites artificiales, con el objetivo último de utilizarlos como instrumentos de observación y espionaje sobre territorio enemigo. Pero también, en una primera instancia, con el objetivo inmediato de establecer la libertad de sobrevuelo desde el espacio, con el lanzamiento de un satélite artificial científico, puramente civil.
La revelación no es novedosa cien por cien, en el sentido de que ya se sabía hace tiempo que la administración Eisenhower manejaba estos mismos razonamientos como respaldo al programa Vanguard. Pero se ignoraba que fuera la propia Agencia Central de Inteligencia la que estuviera directamente detrás de estas ideas. Los informes también revelan que fue Richard Bissell, un famoso funcionario de la agencia, responsable del programa de aviones espía U-2, de los satélites espía de la serie Corona, e involucrado en el golpe de estado de Guatemala y el fiasco de Bahía de Cochinos, la persona que estuvo detrás de estas recomendaciones.
Según parece, fue en el otoño de 1954 cuando la CIA desarrolló el concepto de “libertad en el espacio”, referido al derecho de sobrevolar el territorio de una nación extranjera desde más allá de la atmósfera. Por aquel entonces, en plena Guerra Fría con la Unión Soviética, los Estados Unidos buscaban un medio con el que poder observar el territorio de su mayor enemigo desde el aire. El reconocimiento aéreo siempre ha sido reconocido como una herramienta de gran utilidad desde el nacimiento de la aviación, pero también desde entonces, el espacio aéreo de una determinada nación se considera soberanía de esa nación, y su intrusión no autorizada puede entenderse como un acto hostil, que da derecho a abatir al avión intruso. La alternativa en marcha por aquel entonces era desarrollar un avión de gran altitud, capaz de volar por encima de los 20.000 metros, donde los cazas enemigos no podrían alcanzarle. Bajo este concepto se desarrollaría el famoso avión espía U-2.
Pero a comienzos de los años 50, otras ideas que no tenían nada que ver con el espionaje y lo militar empezaban a extenderse por la sociedad norteamericana. En los primeros años 50, la llegada del hombre al espacio empezaba a parecer algo más que ciencia-ficción, gracias en buena medida a la campaña de divulgación popular emprendida por Wernher von Braun en la revista Collier’s. Conceptos como el del satélite artificial aparecían así como algo más cercano y factible de lo que cualquiera hubiera podido pensar apenas unos pocos años atrás, y los responsables de los servicios de inteligencia norteamericanos no permanecieron impasibles ante el potencial que se les vislumbraba.
Así, mientras se ponían en marcha proyectos como el del avión espía U-2, no resultaba complicado imaginar la posibilidad de ir más allá, y salir de la atmósfera terrestre para llevar a cabo esas mismas funciones desde un satélite artificial. Un satélite espía.
Ahora bien… ¿cuál sería la legalidad internacional de una acción como esa? Estaba claro que invadir el espacio aéreo de un país extranjero era un acto ilegal, pero… ¿dónde terminaba ese espacio aéreo? Hasta ahora, nunca había existido motivo para preguntárselo, pero una vez que diera comienzo la era espacial, habría que establecer algún límite, pues era claro que no podía prolongarse la vertical hasta el infinito, al igual que no se hacía con la territorialidad de las aguas marinas. Ese límite bien podría ser el límite atmosférico, aquel en el cual los aviones dejaban de sustentarse aerodinámicamente, allí donde se podía considerar que daba comienzo el espacio. Pero por el momento, todo esto no era más que teoría.
Pensando en el momento en el que su país pudiera realmente desarrollar ingenios espaciales de observación, la CIA decidió que sería bueno llevar a cabo alguna acción de apariencia completamente inocente y ajena a la política y los ejércitos, que sirviera para reivindicar la naturaleza internacional del espacio exterior, y posibilitar así el uso posterior de dicho espacio para llevar a cabo tareas de espionaje con total impunidad. Bissell y su equipo pensaron que sería bueno lanzar un satélite civil científico que sirviera para introducirse en este nuevo territorio virgen que era el espacio. El satélite por fuerza sobrevolaría un gran número de países en su recorrido orbital, con lo que la aceptación internacional de dicho satélite supondría la aceptación tácita del derecho de sobrevuelo desde el espacio. De esta forma, quedaría abierto el camino a futuras misiones de observación militar.
Hasta ahora sabíamos que esta idea estaba en la mente de Eisenhower cuando aprobó el proyecto Vanguard, lo que no sabíamos era que hubiera procedido de la CIA, ni que hubiera sido la primera recomendación al Presidente para lanzar el satélite. Hasta ahora se creía que la primera recomendación de este tipo había procedido de un comité de asesores científicos civiles de la Casa Blanca en 1955. Este “Panel de Capacidades Tecnológicas” había recomendado el “Programa de Satélite Científico” para ser llevado a cabo durante el Año Geofísico Internacional (IGY), argumentando, entre otros, su utilidad para establecer el derecho de sobrevuelo desde el espacio. Este comité científico asesor había sido establecido en 1954 para dar recomendaciones de cara a evitar un ataque nuclear por sorpresa con aviones o cohetes, por parte de la URSS; y entre sus análisis, aparecía el concepto de satélite espía. Poner en marcha un satélite científico con la excusa del IGY serviría para abrir camino a dicho satélite.
Esto es lo que sabíamos hasta ahora. Lo que no sabíamos es que la idea no había partido del comité científico, sino que había nacido pocos meses atrás en un despacho de Langley, desde donde llegaría hasta Washington y al comité asesor. No es que la historia cambie en su esencia, pero no deja de ser curioso.
Finalmente, ya sabemos lo que ocurrió: mientras esto acontecía en los Estados Unidos, en la URSS Korolev presionaba a los altos cargos políticos y militares para que le autorizasen a poner en órbita un satélite con su cohete R-7, sin conseguir que nadie le tomase en serio. Mientras en los Estados Unidos la administración ya apreciaba la utilidad militar del espacio, en la URSS el espacio sólo atraía a los científicos de la Academia Soviética de las Ciencias y a soñadores como Korolev, consiguiendo nada más que el desprecio y las amenazas por parte de los militares que controlaban el programa de cohetes. Sin embargo, el tesón de Korolev consiguió lograr la autorización con desgana de parte del propio Khrushchev, y el 4 de octubre de 1957 el Sputnik surcaba los cielos emitiendo su burlón bip-bip. (Existen dudas sobre si el documento de autorización del lanzamiento del Sputnik contemplaba también el inicio de un programa de desarrollo de satélites espía; se sospecha que sí, aunque dicho documento sigue estando clasificado. No obstante, esto habría ocurrido en 1956, dos años después del primer informe norteamericano al respecto).
Los Estados Unidos se sintieron conmocionados por el acontecimiento, aunque hay quien dice que en ciertos círculos próximos a la Casa Blanca la pesadumbre se encontraba mezclada con una cierta satisfacción. Al fin y al cabo, habían sido los soviéticos los primeros en sobrevolar territorio norteamericano con un ingenio espacial; ahora nadie podría oponerse a que los Estados Unidos hicieran lo propio.
A comienzos de 1958, apenas unos meses después del lanzamiento del Sputnik, la Casa Blanca daba autorización a la CIA para iniciar el programa Corona de satélites espía, cuyo primer elemento se lanzaba en junio de 1959. Habría que esperar hasta 1962 para que la Unión Soviética tuviera operativo un programa semejante, el Zenit. Pero todo eso ya es otra historia...
Lo revela el historiador espacial norteamericano Dwayne Day, tras la desclasificación de una serie de documentos de los años 50 a petición suya, en base al Acta de Libertad de Información (FOIA). Las nuevas informaciones que han salido a la luz vienen a confirmar que fue la CIA la primera en recomendar la puesta en marcha de un programa de satélites artificiales, con el objetivo último de utilizarlos como instrumentos de observación y espionaje sobre territorio enemigo. Pero también, en una primera instancia, con el objetivo inmediato de establecer la libertad de sobrevuelo desde el espacio, con el lanzamiento de un satélite artificial científico, puramente civil.
La revelación no es novedosa cien por cien, en el sentido de que ya se sabía hace tiempo que la administración Eisenhower manejaba estos mismos razonamientos como respaldo al programa Vanguard. Pero se ignoraba que fuera la propia Agencia Central de Inteligencia la que estuviera directamente detrás de estas ideas. Los informes también revelan que fue Richard Bissell, un famoso funcionario de la agencia, responsable del programa de aviones espía U-2, de los satélites espía de la serie Corona, e involucrado en el golpe de estado de Guatemala y el fiasco de Bahía de Cochinos, la persona que estuvo detrás de estas recomendaciones.
Según parece, fue en el otoño de 1954 cuando la CIA desarrolló el concepto de “libertad en el espacio”, referido al derecho de sobrevolar el territorio de una nación extranjera desde más allá de la atmósfera. Por aquel entonces, en plena Guerra Fría con la Unión Soviética, los Estados Unidos buscaban un medio con el que poder observar el territorio de su mayor enemigo desde el aire. El reconocimiento aéreo siempre ha sido reconocido como una herramienta de gran utilidad desde el nacimiento de la aviación, pero también desde entonces, el espacio aéreo de una determinada nación se considera soberanía de esa nación, y su intrusión no autorizada puede entenderse como un acto hostil, que da derecho a abatir al avión intruso. La alternativa en marcha por aquel entonces era desarrollar un avión de gran altitud, capaz de volar por encima de los 20.000 metros, donde los cazas enemigos no podrían alcanzarle. Bajo este concepto se desarrollaría el famoso avión espía U-2.
Pero a comienzos de los años 50, otras ideas que no tenían nada que ver con el espionaje y lo militar empezaban a extenderse por la sociedad norteamericana. En los primeros años 50, la llegada del hombre al espacio empezaba a parecer algo más que ciencia-ficción, gracias en buena medida a la campaña de divulgación popular emprendida por Wernher von Braun en la revista Collier’s. Conceptos como el del satélite artificial aparecían así como algo más cercano y factible de lo que cualquiera hubiera podido pensar apenas unos pocos años atrás, y los responsables de los servicios de inteligencia norteamericanos no permanecieron impasibles ante el potencial que se les vislumbraba.
Así, mientras se ponían en marcha proyectos como el del avión espía U-2, no resultaba complicado imaginar la posibilidad de ir más allá, y salir de la atmósfera terrestre para llevar a cabo esas mismas funciones desde un satélite artificial. Un satélite espía.
Ahora bien… ¿cuál sería la legalidad internacional de una acción como esa? Estaba claro que invadir el espacio aéreo de un país extranjero era un acto ilegal, pero… ¿dónde terminaba ese espacio aéreo? Hasta ahora, nunca había existido motivo para preguntárselo, pero una vez que diera comienzo la era espacial, habría que establecer algún límite, pues era claro que no podía prolongarse la vertical hasta el infinito, al igual que no se hacía con la territorialidad de las aguas marinas. Ese límite bien podría ser el límite atmosférico, aquel en el cual los aviones dejaban de sustentarse aerodinámicamente, allí donde se podía considerar que daba comienzo el espacio. Pero por el momento, todo esto no era más que teoría.
Pensando en el momento en el que su país pudiera realmente desarrollar ingenios espaciales de observación, la CIA decidió que sería bueno llevar a cabo alguna acción de apariencia completamente inocente y ajena a la política y los ejércitos, que sirviera para reivindicar la naturaleza internacional del espacio exterior, y posibilitar así el uso posterior de dicho espacio para llevar a cabo tareas de espionaje con total impunidad. Bissell y su equipo pensaron que sería bueno lanzar un satélite civil científico que sirviera para introducirse en este nuevo territorio virgen que era el espacio. El satélite por fuerza sobrevolaría un gran número de países en su recorrido orbital, con lo que la aceptación internacional de dicho satélite supondría la aceptación tácita del derecho de sobrevuelo desde el espacio. De esta forma, quedaría abierto el camino a futuras misiones de observación militar.
Hasta ahora sabíamos que esta idea estaba en la mente de Eisenhower cuando aprobó el proyecto Vanguard, lo que no sabíamos era que hubiera procedido de la CIA, ni que hubiera sido la primera recomendación al Presidente para lanzar el satélite. Hasta ahora se creía que la primera recomendación de este tipo había procedido de un comité de asesores científicos civiles de la Casa Blanca en 1955. Este “Panel de Capacidades Tecnológicas” había recomendado el “Programa de Satélite Científico” para ser llevado a cabo durante el Año Geofísico Internacional (IGY), argumentando, entre otros, su utilidad para establecer el derecho de sobrevuelo desde el espacio. Este comité científico asesor había sido establecido en 1954 para dar recomendaciones de cara a evitar un ataque nuclear por sorpresa con aviones o cohetes, por parte de la URSS; y entre sus análisis, aparecía el concepto de satélite espía. Poner en marcha un satélite científico con la excusa del IGY serviría para abrir camino a dicho satélite.
Esto es lo que sabíamos hasta ahora. Lo que no sabíamos es que la idea no había partido del comité científico, sino que había nacido pocos meses atrás en un despacho de Langley, desde donde llegaría hasta Washington y al comité asesor. No es que la historia cambie en su esencia, pero no deja de ser curioso.
Finalmente, ya sabemos lo que ocurrió: mientras esto acontecía en los Estados Unidos, en la URSS Korolev presionaba a los altos cargos políticos y militares para que le autorizasen a poner en órbita un satélite con su cohete R-7, sin conseguir que nadie le tomase en serio. Mientras en los Estados Unidos la administración ya apreciaba la utilidad militar del espacio, en la URSS el espacio sólo atraía a los científicos de la Academia Soviética de las Ciencias y a soñadores como Korolev, consiguiendo nada más que el desprecio y las amenazas por parte de los militares que controlaban el programa de cohetes. Sin embargo, el tesón de Korolev consiguió lograr la autorización con desgana de parte del propio Khrushchev, y el 4 de octubre de 1957 el Sputnik surcaba los cielos emitiendo su burlón bip-bip. (Existen dudas sobre si el documento de autorización del lanzamiento del Sputnik contemplaba también el inicio de un programa de desarrollo de satélites espía; se sospecha que sí, aunque dicho documento sigue estando clasificado. No obstante, esto habría ocurrido en 1956, dos años después del primer informe norteamericano al respecto).
Los Estados Unidos se sintieron conmocionados por el acontecimiento, aunque hay quien dice que en ciertos círculos próximos a la Casa Blanca la pesadumbre se encontraba mezclada con una cierta satisfacción. Al fin y al cabo, habían sido los soviéticos los primeros en sobrevolar territorio norteamericano con un ingenio espacial; ahora nadie podría oponerse a que los Estados Unidos hicieran lo propio.
A comienzos de 1958, apenas unos meses después del lanzamiento del Sputnik, la Casa Blanca daba autorización a la CIA para iniciar el programa Corona de satélites espía, cuyo primer elemento se lanzaba en junio de 1959. Habría que esperar hasta 1962 para que la Unión Soviética tuviera operativo un programa semejante, el Zenit. Pero todo eso ya es otra historia...
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