En 1958, la estrategia militar era muy diferente a la de hoy en día. Por aquel entonces, la utilización de armas nucleares parecía lo normal en caso de estallar una guerra entre las dos grandes potencias, Estados Unidos y la URSS, y se asumía como lógico que, en ese caso, lo ideal era llevar a cabo un ataque por sorpresa y masivo que dejase al enemigo sin capacidad de respuesta, o al menos reducir ésta a su más mínima expresión.
Era una época en la que en los Estados Unidos la televisión emitía programas que instruían a la población sobre las precauciones a tomar en caso de ataque nuclear. En las viviendas unifamiliares empezaron a proliferar los refugios antiatómicos, y fue en este contexto cuando los temibles rusos comunistas pusieron el primer satélite artificial de la Tierra en órbita.
Ya he expresado en varias ocasiones (en diferentes artículos en revistas, y próximamente también en la biografía de Von Braun, para la que ya falta poco) el tremendo impacto que el lanzamiento del Sputnik tuvo sobre la sociedad estadounidense, pero voy a centrarme ahora en una parte más concreta, que fue el estamento militar. Por supuesto, gran parte de los temores se centraban en lo que podrían hacer los soviéticos desde un punto de vista bélico con esa tecnología a su alcance, y por ello las miras de los militares se volvieron con gran interés hacia el espacio; no sólo hacia la órbita terrestre, sino también hacia el siguiente objetivo natural, la Luna.
A uno y otro lado del telón de acero se pensaba en la posibilidad de establecer estaciones espaciales repletas de misiles nucleares, capaces de lanzar un ataque por sorpresa sobre territorio enemigo desde el espacio. El propio Von Braun propuso una estación de este tipo poco después de llegar a los Estados Unidos desde Alemania, cuando aún los sueños espaciales no pasaban de ser eso, sueños, con la esperanza de animar a los militares a invertir en el espacio. Y también el premier soviético Nikita Khrushchev soñó durante años con una estación militar similar. Pero con lo que también se soñaba en ambos lados, sobre todo a finales de los años 50, era con bases militares en la Luna.
Ya sé que no os digo nada nuevo con todo esto, pero quizás lo más curioso sea ver cómo se justificaba internamente en el estamento militar una infraestructura de este tipo. Hoy en día, establecer bases en la Luna para llenarlas de misiles nucleares con la intención de dispararlos hacia la Tierra parece absurdo, si lo mismo lo podemos hacer de forma más que efectiva desde nuestro propio planeta (ya sea desde tierra firme, desde aviones o desde submarinos). Pero en 1958 las cosas se veían de forma muy distinta.
El 28 de enero de 1958, apenas 4 meses después del lanzamiento del Sputnik, el Subdirector de Investigación y Desarrollo de la Fuerza Aérea, General Homer Boushey, declaraba lo siguiente: “Se ha dicho que aquel que controle la Luna controlará la Tierra. Nuestros estrategas deben evaluar cuidadosamente esta aseveración, y, si es cierta (y yo por mi parte creo que lo es), entonces los Estados Unidos deben controlar la Luna”. No era algo realmente nuevo; más o menos los mismos argumentos habían sido utilizados por diferentes miembros del partido demócrata para criticar al presidente republicano Eisenhower por haberse dejado adelantar por los rusos en la recién iniciada carrera espacial. Lo curioso es cómo Boushey argumentaba estas declaraciones.
Primero, observemos que se habla de “controlar la Luna”. Es decir, se parte de la premisa de que el que país que llegue hasta allí, tomará posesión de nuestro satélite. No se plantea qué pasaría si poco después de una hipotética llegada de los norteamericanos llegasen también los rusos a reclamar su parcela lunar… Pero bueno, volvamos al relato; según Boushey, una de las utilidades militares de la Luna proviene del hecho de que presente siempre una misma cara dirigida hacia la Tierra. Ello permitiría ubicar en esta “cara vista” telescopios capaces de espiar de forma ininterrumpida sobre territorio enemigo, mientras que en la “cara oculta” podrían llevarse a cabo actividades militares bajo el secreto más absoluto. Claro, no pensaba Boushey que mucho antes de que los Estados Unidos pudieran montar una infraestructura de esas características sobre la superficie de nuestro satélite, ya tendrían sus enemigos capacidades más que sobradas para poner satélites en órbita lunar capaces de observar la “cara oculta”. Y tampoco parecía darse cuenta de que un satélite espía en órbita terrestre tendría fácilmente más resolución, y sería mucho más económico, que un telescopio en la Luna. Pero bueno, era 1958, y al fin y al cabo hablamos de lo que pensaban los militares, no técnicos o científicos…
Pero mucho más interesante es el argumento sobre la utilización de la Luna como una gigantesca base repleta de misiles nucleares. Según exponía Boushey, un misil lanzado desde la Luna tardaría dos días en llegar a la Tierra; lo mismo tardaría uno lanzado desde la Tierra hacia la Luna. De modo que si la URSS realizaba un ataque nuclear masivo contra los Estados Unidos destruyendo la totalidad de su arsenal atómico, dos días después todos los misiles estacionados en la Luna caerían sobre territorio ruso. Si, para evitar esto, los rusos lanzaban primero un ataque contra la Luna, debido a los dos días que tardarían en llegar, el elemento sorpresa estaría perdido; los Estados Unidos detectarían fácilmente el ataque, y podrían contestar con sus propios misiles continentales, o incluso disparando los de la Luna antes de que llegase hasta ellos la oleada enemiga.
No parece importar que la Tierra se convirtiera en un campo de batalla nuclear a nivel global: aquello era 1958, y el arma atómica era el arma por excelencia, el juguete preferido de los militares. Ya se sabe, las guerras son las guerras, y la devastación no es más que un daño colateral en la consecución de los objetivos militares… Poco importaba que pocos años atrás Mahatma Gandhi ya hubiera advertido aquello de “ojo por ojo y el mundo acabará ciego”. Al fin y al cabo, ¿quién iba a escuchar a un indio vestido con harapos?
Hoy las cosas han cambiado un poco. La guerra nuclear total ha sido descartada de los manuales militares como estrategia apropiada en caso de conflicto, aunque siga existiendo arsenal nuclear suficiente en el mundo para acabar varias veces con la vida en nuestro planeta. Pero, sobre todo, ha cambiado la tecnología. En 1958, los misiles nucleares eran enormes artefactos que precisaban de muchas horas de preparación previa a su lanzamiento y de complejas infraestructuras de apoyo. Hoy, cualquier avión, barco o submarino puede llevar unos cuantos. Aunque se desatase un ataque preventivo masivo de una potencia nuclear sobre otra, anulando la capacidad de represalia desde silos terrestres, aún quedarían bastantes decenas de cabezas nucleares desplegadas en submarinos desde los que poder contraatacar. Esto empezó a resultar evidente pocos años después del lanzamiento del Sputnik, cuando el rápido desarrollo de las tecnologías de misiles y satélites dejaron completamente obsoletas las ideas de bases militares sobre la Luna. Así, en la década de los 60 la Luna pasó a convertirse en un objetivo únicamente político, olvidada ya en los sueños megalomaníacos de los militares. Las miras de estos se volvieron entonces hacia la órbita terrestre: satélites espía, armas antisatélite, estaciones militares, naves espaciales de combate, bombarderos orbitales, satélites antimisiles, satélites antisatélite… todo esto y mucho más ha ido pasando desde entonces por las mesas de los altos mandos militares de las grandes potencias. Y muchas de esas ideas siguen en vigor hoy en día. Pero ésa es otra historia…
Era una época en la que en los Estados Unidos la televisión emitía programas que instruían a la población sobre las precauciones a tomar en caso de ataque nuclear. En las viviendas unifamiliares empezaron a proliferar los refugios antiatómicos, y fue en este contexto cuando los temibles rusos comunistas pusieron el primer satélite artificial de la Tierra en órbita.
Ya he expresado en varias ocasiones (en diferentes artículos en revistas, y próximamente también en la biografía de Von Braun, para la que ya falta poco) el tremendo impacto que el lanzamiento del Sputnik tuvo sobre la sociedad estadounidense, pero voy a centrarme ahora en una parte más concreta, que fue el estamento militar. Por supuesto, gran parte de los temores se centraban en lo que podrían hacer los soviéticos desde un punto de vista bélico con esa tecnología a su alcance, y por ello las miras de los militares se volvieron con gran interés hacia el espacio; no sólo hacia la órbita terrestre, sino también hacia el siguiente objetivo natural, la Luna.
A uno y otro lado del telón de acero se pensaba en la posibilidad de establecer estaciones espaciales repletas de misiles nucleares, capaces de lanzar un ataque por sorpresa sobre territorio enemigo desde el espacio. El propio Von Braun propuso una estación de este tipo poco después de llegar a los Estados Unidos desde Alemania, cuando aún los sueños espaciales no pasaban de ser eso, sueños, con la esperanza de animar a los militares a invertir en el espacio. Y también el premier soviético Nikita Khrushchev soñó durante años con una estación militar similar. Pero con lo que también se soñaba en ambos lados, sobre todo a finales de los años 50, era con bases militares en la Luna.
Ya sé que no os digo nada nuevo con todo esto, pero quizás lo más curioso sea ver cómo se justificaba internamente en el estamento militar una infraestructura de este tipo. Hoy en día, establecer bases en la Luna para llenarlas de misiles nucleares con la intención de dispararlos hacia la Tierra parece absurdo, si lo mismo lo podemos hacer de forma más que efectiva desde nuestro propio planeta (ya sea desde tierra firme, desde aviones o desde submarinos). Pero en 1958 las cosas se veían de forma muy distinta.
El 28 de enero de 1958, apenas 4 meses después del lanzamiento del Sputnik, el Subdirector de Investigación y Desarrollo de la Fuerza Aérea, General Homer Boushey, declaraba lo siguiente: “Se ha dicho que aquel que controle la Luna controlará la Tierra. Nuestros estrategas deben evaluar cuidadosamente esta aseveración, y, si es cierta (y yo por mi parte creo que lo es), entonces los Estados Unidos deben controlar la Luna”. No era algo realmente nuevo; más o menos los mismos argumentos habían sido utilizados por diferentes miembros del partido demócrata para criticar al presidente republicano Eisenhower por haberse dejado adelantar por los rusos en la recién iniciada carrera espacial. Lo curioso es cómo Boushey argumentaba estas declaraciones.
Primero, observemos que se habla de “controlar la Luna”. Es decir, se parte de la premisa de que el que país que llegue hasta allí, tomará posesión de nuestro satélite. No se plantea qué pasaría si poco después de una hipotética llegada de los norteamericanos llegasen también los rusos a reclamar su parcela lunar… Pero bueno, volvamos al relato; según Boushey, una de las utilidades militares de la Luna proviene del hecho de que presente siempre una misma cara dirigida hacia la Tierra. Ello permitiría ubicar en esta “cara vista” telescopios capaces de espiar de forma ininterrumpida sobre territorio enemigo, mientras que en la “cara oculta” podrían llevarse a cabo actividades militares bajo el secreto más absoluto. Claro, no pensaba Boushey que mucho antes de que los Estados Unidos pudieran montar una infraestructura de esas características sobre la superficie de nuestro satélite, ya tendrían sus enemigos capacidades más que sobradas para poner satélites en órbita lunar capaces de observar la “cara oculta”. Y tampoco parecía darse cuenta de que un satélite espía en órbita terrestre tendría fácilmente más resolución, y sería mucho más económico, que un telescopio en la Luna. Pero bueno, era 1958, y al fin y al cabo hablamos de lo que pensaban los militares, no técnicos o científicos…
Pero mucho más interesante es el argumento sobre la utilización de la Luna como una gigantesca base repleta de misiles nucleares. Según exponía Boushey, un misil lanzado desde la Luna tardaría dos días en llegar a la Tierra; lo mismo tardaría uno lanzado desde la Tierra hacia la Luna. De modo que si la URSS realizaba un ataque nuclear masivo contra los Estados Unidos destruyendo la totalidad de su arsenal atómico, dos días después todos los misiles estacionados en la Luna caerían sobre territorio ruso. Si, para evitar esto, los rusos lanzaban primero un ataque contra la Luna, debido a los dos días que tardarían en llegar, el elemento sorpresa estaría perdido; los Estados Unidos detectarían fácilmente el ataque, y podrían contestar con sus propios misiles continentales, o incluso disparando los de la Luna antes de que llegase hasta ellos la oleada enemiga.
No parece importar que la Tierra se convirtiera en un campo de batalla nuclear a nivel global: aquello era 1958, y el arma atómica era el arma por excelencia, el juguete preferido de los militares. Ya se sabe, las guerras son las guerras, y la devastación no es más que un daño colateral en la consecución de los objetivos militares… Poco importaba que pocos años atrás Mahatma Gandhi ya hubiera advertido aquello de “ojo por ojo y el mundo acabará ciego”. Al fin y al cabo, ¿quién iba a escuchar a un indio vestido con harapos?
Hoy las cosas han cambiado un poco. La guerra nuclear total ha sido descartada de los manuales militares como estrategia apropiada en caso de conflicto, aunque siga existiendo arsenal nuclear suficiente en el mundo para acabar varias veces con la vida en nuestro planeta. Pero, sobre todo, ha cambiado la tecnología. En 1958, los misiles nucleares eran enormes artefactos que precisaban de muchas horas de preparación previa a su lanzamiento y de complejas infraestructuras de apoyo. Hoy, cualquier avión, barco o submarino puede llevar unos cuantos. Aunque se desatase un ataque preventivo masivo de una potencia nuclear sobre otra, anulando la capacidad de represalia desde silos terrestres, aún quedarían bastantes decenas de cabezas nucleares desplegadas en submarinos desde los que poder contraatacar. Esto empezó a resultar evidente pocos años después del lanzamiento del Sputnik, cuando el rápido desarrollo de las tecnologías de misiles y satélites dejaron completamente obsoletas las ideas de bases militares sobre la Luna. Así, en la década de los 60 la Luna pasó a convertirse en un objetivo únicamente político, olvidada ya en los sueños megalomaníacos de los militares. Las miras de estos se volvieron entonces hacia la órbita terrestre: satélites espía, armas antisatélite, estaciones militares, naves espaciales de combate, bombarderos orbitales, satélites antimisiles, satélites antisatélite… todo esto y mucho más ha ido pasando desde entonces por las mesas de los altos mandos militares de las grandes potencias. Y muchas de esas ideas siguen en vigor hoy en día. Pero ésa es otra historia…
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